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Nuestra Historia

Confiteria El Molino, un emblema asunceno Su nombre es parte indeleble de la ciudad. Es como un emblema. Pasó por la Asunción de los adoquines y los tranvías y llegó a esta del asfalto y los buses climatizados. La Asunción que crece y se moderniza, pero no olvida su perfil colonial, su encanto de zaguanes y cierto aroma de jazmín y azucenas que permanece en el aire.

No hay un registro para ubicar la fecha exacta de su nacimiento. Pero Santiago Manchini, propietario actual de la Confitería El Molino, nos cuenta que su padre la compró en 1951, en aquella Asunción que era chiquita, no tenía agua corriente y había que comprarla de los que la traían en carritos tirados por caballos. De cuando el número de los teléfonos era solo de 4 dígitos, lo mismo que las chapas de los autos y la numeración de las calles era de 50 en 50.

La historia que ha sido contada por testigos, indica que nació con el nombre que tiene desde hace muchas décadas y nos conduce a un apellido: Bellini. A la manera de Colón, Bellini fue genovés y marinero. Se sabe que tenía un ojo de vidrio, que fue cocinero de un transatlántico que hacia Génova-Buenos Aires y un día se cansó del barco. El formó a la primera dotación de empleados.

Después, cuentan los memoriosos, Bellini tuvo dificultades y entregó la empresa a Zanotti Cavazzoni, Billi y Cía. S.A., famosa empresa importadora que era el principal acreedor, quien la operó un tiempo y se la entregó a Pietro Alfonsi, que trabajó un montón de años hasta que se cansó y la vendió a su cuñado, Don Gerardo Buongermini. Y en 1951, Buongermini le vendió a don Delfino Manchini.

Desde entonces, y aunque oficialmente se haría propietario de la empresa de su padre recién en 1.990, Santiago tiene una estrecha relación con El Molino.

Por aquellos años sesenta, Santiago hacía la primaria en la Escuela Normal de Profesores Número Uno, sobre General Díaz entre Chile y Alberdi, al salir de allí, a las 16.50, iba caminando todos los días hasta El Molino que entonces estaba en Palma 488 casi 14 de mayo.

Por aquel tiempo empezó a interesarse en los secretos de la cocina, en las fórmulas para obtener la mejor torta de hojaldre y dulce de leche, la más seductora torta Saint Honoree o la imponente torta Imperial Rusa, como los bizcochos de vainilla, el pionono o los merengues con chantilly.

Comenzó como “ayudante del ayudante”, luego ayudante del chofer, luego chofer, y dispatcher telefónico. Los hornos y los fogones eran a leña de curupa’y. Los días con baja presión, las chimeneas no estiraban y vivían llenos de humo...

Su padre, Don Delfino, le inculcó el trabajo en equipo, que hasta hoy mantiene en la confitería.

“Dos cabezas piensan más que una. Esa es mi hipótesis de partida”, explica. Y añade: “No creo personalmente en que una sola persona haga empresa. Se trata de un equipo formado por generaciones. Cada uno cuando entró a trabajar, aprendió de sus mayores los hábitos personales y profesionales que hasta hoy mantenemos”.

Con esa filosofía, El Molino creció, se mantuvo y formó una familia en serio. “Tenemos mucha antigüedad, varios empleados con más de treinta años en la empresa. Cada uno ha tenido sus gripes, resfriados, resacas, crudos inviernos, extenuantes veranos pero todos tenemos la obligación diaria del madrugón nuestro de cada día. Y cumplimos!”

El Molino es una empresa anterior a las actuales escuelas de cocina y confitería. Con un concepto práctico y emprendedor: “Siempre hemos tomado mano de obra no calificada y la hemos calificado andando en el trabajo. Antes de eso se nota una disciplina y un andar común”, dice.

Cuando se le pregunta a Santiago cuál es el secreto de tantos años de permanencia, no tiene una sombra de dudas: “Nuestro negocio es lograr una sonrisa en la cara del cliente, llámese compra o servicio.

Ellos saben lo que buscan o quieren y nosotros tratamos de llevarlo a la práctica. Y de esto, me interesa su opinión sobre la última vez que estuvo. Esa es la clave. Esa impresión, es la que lo hará volver”.

El gobierno de Stroessner también dejó algunas huellas en la confitería. El local de la calle Palma, lo cuenta Santiago, fue refugio eterno de cambistas callejeros cuando la policía hacia redadas. Ellos entraban corriendo, tiraban sus portafolios llenos de dinero y volvían a salir con las manos vacías, hasta que la policía los dejara en paz. Cuando la razzia pasaba, cada uno de ellos volvía a recoger su dinero y volvían a trabajar.

También hay un recuerdo positivo de Stroessner. “Cuando tuvo la idea de incorporar maíz nacional al trigo importado, mandó comprar pan de maíz. Ese pan de maíz, regularmente hacemos hasta el día de hoy”.

A Santiago le gusta establecer lazos de mucho tiempo con su gente. Explica que entre el personal, se formaron parejas que se casaron, hicieron familia y aún hoy hay algún hijo que trabaja en la confitería, años después de que sus progenitores hayan fallecido.

La relación cordial con la clientela tiene sus cosas. Cierto día en la confitería recibieron una orden de confeccionar una torta en forma de Yacare, porque uno de ellos estaba de cumpleaños y tenía cierta tendencia de visitar a su enamorada, furtivamente. O “en Yacare”, como se llama a eso en el lenguaje de barrio.

Santiago es reacio a contar anécdotas curiosas de su historia, pero comenta que hay algunos poderosos que hacen pedidos con nombres supuestos para que no se sepa quién es el verdadero cliente. Otros que vienen sin que su familia sepa y toman un bocadillo o un trago de contrabando... “Con todo, una de las cosas más curiosas que nos tocó realizar, fue un catering en el cual los únicos vestidos fueron los mozos y los bartenders”, desliza, y adelanta con picardía: “No admito repreguntas sobre el particular…”.

Para Santiago, El Molino vive una nueva etapa. Con la sabiduría que dan los años, prefiere que la historia sea la escuela, pero con el desafío de ser fieles a la misión de sobrepasar las expectativas de clientes exigentes, proveyendo y sirviendo con creces los pedidos que ordenan. Desea que la Confitería El Molino siga siendo considerada por la calidad artesanal de sus productos y la excelencia de los servicios a través del cumplimiento efectivo y del trato cordial.

El Molino tiene como estrategia mantener la calidad artesanal con buenas recetas, buenos ingredientes y procedimientos de productos frescos cada día, poniendo siempre el foco en sus clientes y sus preferencias, respetando la historia y sus valores, cultivando buena atención, honestidad y transparencia.

Todo con absoluto respeto a los gustos y preferencia de los clientes y sus invitados, al personal, a los proveedores, con adaptación local de recetas e incorporación de nuevas tecnologías, que son una importante ayuda a la hora de tomar decisiones, el respeto al medio ambiente y a la normativa vigente. Respeto a los recursos de la empresa.

“Mis padres trabajaron un montón de años, y luego mis hermanos y luego yo con la incondicional ayuda de la familia que formé desde hace ya otro montón de años. Quiero mirar hacia adelante, cumplir con clientes, empleados y proveedores, generar valor y prolongar en el tiempo el prestigio a través de la última compra o servicio de nuestros clientes, con el apoyo de nuestra historia centenaria, con nuestra tradición”, expresa.

El Molino
Integridad

Respetando nuestra historia y sus valores cultivamos buena atención, honestidad y transparencia.

Actitud

Respeto a los gustos y preferencia de nuestros clientes y sus invitados, a nuestro personal, a nuestros proveedores. Adaptacion local de recetas e incorporación de nuevas tecnologías son importantes ayuda a la hora de tomar decisiones. Respeto al medio ambiente y a la normativa vigente. Respeto a los recursos de la empresa.

Trabajo en equipo

Somos fuertes cuando somos y respetamos a todos los integrantes del equipo. Reconocemos como verdades que no hay cliente chico ni venta chica: Todos son importantes!